Libres

En un texto anterior sostuve que la cuestión nominativa -qué nombre ponemos a las cosas, a las situaciones, a las personas, etc. que nos importan- se ve atravesada por un proceso de condensación por el cual ciertas imágenes –y las palabras como imágenes– reciben una catexis intensa, una carga energética, y por ello conmueven. Los procesos de condensación constituyen realidades psíquicas en las que una representación única representa, por sí sola, varias cadenas asociativas, en la intersección de las cuales se halla tanto la cuestión nominativa —de qué manera nombrar un fenómeno— como la significación de ese fenómeno en su totalidad; representación siempre vívida, resplandeciente. Quiero agregar, a continuación, algunas reflexiones más.


En primer lugar el hecho de que la condensación, así entendida, porta con ella una carga significativa de falta de libertad. ¿De dónde ha tomado su fuerza esta palabra que me conmueve? No lo sé. Ni siquiera sé que no lo sé: no me formulo tan siquiera esa pregunta. La palabra me posee. La pienso, la pronuncio, y me hace experimentar intensas sensaciones. De un modo que me gratifica, pero que de ninguna manera me hace feliz, estoy sujeto a ella, soy interpelado por ella. Pero no es esta la única relación con la palabra posible para mí.

Alejándome un poco de ella, de mí mismo, y de la amalgama que ambos conformamos, durante el transcurso de mi andar encuentro ante mí la neutralidad del sistema del lenguaje. Ahora la carga es menor, parte de ella la he depositado en manos del sistema, soy un poco menos infeliz. En este sistema del lenguaje, en la ciencia y la argumentación, puedo hablar -y no dictar- y puedo hablarme. A partir de esta estación de la argumentación el universo de las palabras, de comprender apenas un puñado, se multiplica. Sin embargo, como a la distancia, la palabra no deja de poseerme. Es el lugar de las reglas: de la convivencia y la cortesía, de la urbanidad y el respeto. Ya no soy aturdido por la palabra, más todo me resbala. Tiene que haber algo más allí para mí, algo que me concilie como especie, que establezca el lazo que desata mi libertad.

Adelantándome un poco más, el terreno comienza a cambiar, como cuando la pradera que había reemplazado al desierto se ve -una mata aquí, un árbol más allá- ella misma paulatinamente sustituida por una vegetación más diversa, donde se avizoran todo tipo de insectos y pequeños animales asoman, tímidos, desde detrás de las piedras. El andar se hace ahora más arduo, y precisamente por ello me siento mejor. En la arboleda de la literatura, que a veces también es bosque, que a veces también es selva -que a veces, también, es el claro en el bosque y el estanque en la selva-, en la arboleda de la literatura la palabra termina por perder la carga que para ella representaba ser el sucedáneo de una imagen. Las imágenes, ahora, se suceden: aparecen unas y luego se desvanecen para dejar lugar a otras nuevas. ¿Cómo puede ser esto posible? Ahora sí sé que no lo sé.


No lo sé pero puedo hablar sobre ello. Puedo ponerle nombres a lo que sucede. Al respecto llamó mi atención un texto de Eva Maria Koopman y Frank Hakemulder, Efectos de la Literatura sobre la Empatía y la Introspección. La empatía es una categoría sobre la que vengo interrogándome desde hace un buen tiempo. No por lo que ella significa, en sí misma, sino por lo que representa para nuestra ontogénesis, todavía en curso. En fin, hasta donde pude llegar la empatía es un sentimiento complejo. No complejo de entender, sino complejo en sí. El amor y el odio son simples, la empatía no lo es. Y es precisamente lo que hace al amor y al odio simples, y a la empatía compleja, lo que viene a cuento. Los primeros están emparentados con las palabras como imágenes, la segunda con la literatura. El amor y el odio son arrojados al otro, y tomados del otro. La empatía es el retornar a sí cada vez, en perplejidad, de las travesías cuyo destino es el otro inalcanzable.

Los autores encuentran en la literariedad (literariness) -los aspectos formales que permiten distinguir un texto literario de un texto ordinario- específicos recursos de estilo que abonan su tesis: que la exposición recurrente a lo literario, la extraordinaria -en sentido histórico- posibilidad de experimentar literatura, enriquece la capacidad de un individuo para permitirse un acercamiento empático a otro individuo. Entre esos recursos enumeran la puesta en relieve del lenguaje como tal -foregrounding- que conduce a los lectores a inquietarse y empezar a ver las cosas de manera diferente, a comenzar a sentir cómo las cosas se vuelven extrañas (desfamiliarización). Así se abre la posibilidad a cierta quietud, o calma -stillness-: «un espacio o tiempo vacío que se crea como resultado de los procesos de lectura: la desaceleración de las percepciones de los lectores sobre el mundo ficticio, causada por la desfamiliarización.» Esta quietud, en fin, «brinda a los lectores la oportunidad de reflexionar: reflexionar sobre lo que los eventos realmente significan para los personajes, tiempo para considerar varias opciones para inferencias apropiadas (teoría de la mente) y tiempo para dejar que la empatía emerja en su plenitud.»

Está claro que amor y odio, y otros sentimientos semejantes, señalan hacia los significados en el lenguaje, en lugar de a la apertura a su dimensión formal; a la plenitud excitada, en lugar de al vacío en el que la quietud es apreciada; a las certezas familiares en lugar de a la experiencia de la extrañeza. A diferencia de lo que sucede en el Imperio de la Imagen, en la aldea de lo simbólico hay tiempo para sacar la silla al jardín por la mañana, cebar unos mates, dejar vagar la mirada sobre las copas de los árboles que se mueven con el viento, y reflexionar.


Y ser libres. Que no es lo mismo que la Libertad -otra vez, una imagen. Hay un despotismo de la Libertad: nos viene a la mente la representación inmaculada de rotas cadenas y, a continuación, nos vemos impulsados como por un resorte a calibrar el abismo que separa a los amigos de los enemigos de la Libertad. Por eso la Libertad ha podido alguna vez contraer nupcias con el Terror. Más de una vez. Por eso, en un gesto de razonabilidad, la libertad terminó arrumbada al interior de la sintaxis del derecho. Así, dejó de aturdirnos, pero tampoco fuimos felices. ¡Cómo podría hacernos felices contemplarla susurrar en el pasillo de un museo! Una vez nuestra déspota, ahora una triste figura.

Sucede, no obstante, como con otras tantas figuras que tiempo atrás fueron imperio, que bien se presta en -raras- ocasiones a los bailes callejeros en que retorna lo reprimido. Plebeyos, saltimbanquis y juglares, pero también damas de la corte y hasta algún presbítero desprevenido, apuran una y otra vez la jarra del elixir antes de que despunte el sol, y vuelva el pobre a su pobreza, y el rico a su riqueza. Y la libertad a su museo.

Pero ese retorno de lo reprimido, con todo lo salvaje e irracional que pueda llegar a ser, jamás, de ninguna manera dará la razón a esos burócratas que administran la felicidad como si fuera una sopa de barracas, y llaman a los propios el amor, y a los otros llaman el odio. No olvidemos ni por un momento -ni aún cuando ensopamos el pan en silencio- que nos merecemos y podemos ser libres. Libres de la manera compleja que corresponde a nuestra especie. Libres y perplejos, perplejos y llenos de admiración, sorprendentes y sorprendidos, inmensos y en cuclillas, curvados hacia todo lo bello, cada uno trascendente, cada uno infinito.

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