Y de inmediato viene a mí la poderosa imaginería que, desde Benjamin, proyecta sobre todos nosotros su Angelus Novus. Está claro que nuestro ángel está obnubilado hasta el desquicio por la catástrofe de acumulación infinita. Está claro también que el ángel no deja de mirar a sus pies, donde las ruinas se amontonan. En fin, lo que el ángel quisiera es despertar a los muertos, porque (I) es lo despedazado lo que ha de ser recompuesto, y (II) solo junto a los muertos resucitados podría emprenderse tarea tan descomunal.
Y digo: esa es una buena condensación: las imágenes se suceden para sacarnos de quicio.
Y digo: ella es, también, tánatomarxismo.
Porque una cosa no quita la otra.
Del quicio, digamos que es la idea de progreso; o cierta idea del progreso que es nuestro y a la vez no lo es. Es que la catástrofe ¡está ahí!, es mil novecientos treinta y nueve y la catástrofe está ahí mismo, delante-detrás de nuestro ángel: ante sus ojos desorbitados por el dolor, tras la cortina que nos separa de lo que ya no podrá jamás no haber sido.
De la imagen del futuro, digamos que t+1 = tΩ, donde t es el presente, t+1 es el futuro, y omega es la tasa de crecimiento de la ruina, o tasa de ruindad. El futuro es el presente es el pasado, y el pasado es muerte. Tánatomarxismo.
En retrospectiva, deberíamos habernos juramentado en la prosecución de Eros. En cambio dejamos escapar la oportunidad. No importa. A lo hecho, pecho. Ahora hay que frotarse la piel con cepillo de alambre y sacarse el olor a cadáver. Eso para empezar. Si le parece que ya se frotó lo suficiente, usted insista y asegúrese de no dejar sitio sin revisar. Olvídese de Ben…, Benja…, el coso ese, saque pecho y diga: mañana no será un día de procesiones funerarias ni visitaremos las tumbas que descansan tras una cortina de álamos a la vera del poblado. Disfrute el día. Cada día es Eros.
Pues Eros es lo que vamos a hacer. Para ser justos las cosas se habían desempeñado de manera erótica durante bastante tiempo. Por supuesto que se sufría, ¡y cuánto!. Pero sufrir no es Tánatos. Este último es el culto al sufrir. Aquí se perfila una confusión muy extendida: que un culto implica una actitud de admirada aprobación. Nada más lejos de la realidad. Si nos detenemos a observar, solo ocasionalmente un culto aprueba lo que venera. Por ejemplo, se puede venerar el fin de los tiempos y quedar mudos de pavor, porque de cualquier manera el fin de los tiempos incluye nuestro propio fin. Para que un culto de la muerte sea tomado verdaderamente en serio hay que matarse, o al menos ponerse en situación de muerte segura. Pongamos Jim Jones. Los estalinistas, por supuesto, eran gente poco seria: los muertos siempre iban a ser otros. Porque cuando la guadaña eventualmente se les aproximaba también temblaban como cualquier hijo de vecino. Si Stalin entraba en modo Jim Jones, todos corrían a esconderse. Así que el sufrimiento nunca abolirá el erotismo.
Llamo erotismo al mañana que no es presente no es pasado.
Como un perfecto envés de Tánatos, Eros no reclama culto alguno. Eros es la perfección del momento que, lejos de ser el momento perfecto, es el gesto mudo del ‘allá está’ que indica a la cofradía la proximidad visible de un oasis. Un mero oasis. ¡Nada menos que un oasis! Pensándolo mejor, no es justo llamarlo Eros: mejor erotismo: más el acto de arroparse con las mejores galas antes de hundir las manos en el agua que el propio saciarse de la sed.
No queremos, pero volvamos a Tánatos.
El tánatomarxismo moderno construyó una estatua de Eros de quinientos pies de altura y, a los pies de la estatua, se abre un pórtico dorado que da paso a una vasta sala donde reposan, bajo cúpulas de cristal de transparencia perfecta, reliquias del cadáver de Eros-el-destripa-gusanos. A la izquierda, una amplia escalera de mármol con pasamanos también de mármol nos conduce al Instituto Universitario de Investigación en Ciencias Eróticas, donde nos reciben un robot que afirma tener inteligencia artificial y verdaderas emociones, un delegado del rector que arrastra una carretilla recargada de volúmenes y volúmenes de la Enciclopedia de las Ruinas, y un joven que nos extiende una hoja con letras multicolor.
Reconocemos en el robot a nuestro ángel, una presencia antropomórfica e inhumana: el sujeto histórico. Prestemos atención a que, en aquella imaginería, a nosotros nos cabe el papel de muertos, o de futuros muertos, que para el Benja es lo mismo, mientras que es un ángel lo que observa, y quisiera, y todas aquellas otras cosas que nos corresponde sentir y hacer a los humanos pero que, como estamos muertos, ya no podemos. Se dice que el ángel es arrastrado hacia el futuro, pero esto no nos convence. Bajo su apariencia de extraterrestre se esconde el hecho de que el ángel no es otra cosa que el huracán que ha alcanzado la Selbstbewusstsein, que ha tomado consciencia de sí. Estamos en un alteruniverso donde Skynet nos usa como pilas XXL pero donde también está ejecutando una subrutina de retrospectiva melancólica. Algo así como: ‘Y al séptimo día Skynet vio todo lo que había hecho, y lloró’.
Alcanzamos a distinguir en la Enciclopedia de las Ruinas el estudio pormenorizado de los escombros que yacen a los pies del ángel —capítulo de la arqueología—, de los gradientes de velocidad del huracán —capítulo sobre meteorología histórica—, de la anatomía y fisiología de los ángeles —capítulo de la economía política—, de la semántica angelical —capítulo del espectáculo—, de la disposición de los cadáveres —capítulo de la sociología— e instrucciones detalladas para construir una tabla ouija —capítulo de fonoaudiología de los oprimidos. Nos cuentan que una vez cada semestre llueven panes y boletos de avión de las manos de la gigantesca estatua de Eros y que todo el Instituto corre a bailar el Chupa Chupa. Aparte de eso no hay mucho más para ver.
Nos detenemos en el joven, que aunque ha permanecido todo el rato con su brazo extendido no parece mostrar cansancio. Uno de sus pies está atrapado por una bola con grillete, lo que nos parece sospechoso y nos alarma, pero él parece haberse olvidado. Nos da a entender —sigue con el brazo extendido— que en épocas anteriores practicaba el erotismo, pero que sentó cabeza y ahora reparte su tiempo entre extender hojas a los visitantes y terminar sus estudios en fonoaudiología de los oprimidos.
Por la noche, cuando nadie está mirando, escapamos del Instituto por un conducto de ventilación.